Dignidad de la función pública y dedocracia

Fuente: 
elimparcial.es

 

Pedro Passos Coelho, presidente portugués, anunciaba a finales de la pasada semana el despido de 30.000 funcionarios, entre otras medidas tan impopulares como, por desgracia, imprescindibles. Este último aspecto es el que la izquierda lusa parece no asumir: la imperiosa necesidad de acometer una serie de reformas que, por dolorosas que resulten, tengan como fin salvar al país de la bancarrota. Mientras, España vive también una complicada situación, aunque sin los rigores del rescate luso. No obstante, cada vez son más las voces que piden a Rajoy un tijeretazo definitivo en las más de 4.000 empresas públicas, con todo lo que ello implica. Y que no tiene porqué pasar necesariamente por el despido de funcionarios de oposición y carrera.

El acceso a la función pública por oposición es una garantía de calidad. Jueces, maestros, guardias civiles, médicos, catedráticos de Instituto y Universidad, y demás funcionarios -registradores de la propiedad, incluidos- han llegado donde están tras recorrer un duro camino. Su cometido es fundamental. No así, en cambio, el de los miles y miles de contratados a dedo con cargo al erario público. Decenas de miles de los llamados asesores y cargos “de confianza”. De “confianza” del caciquillo de turno, poco importa el color de de la bandera con que hagan el corso político. Casos como el del ayuntamiento de Manilva -Málaga-, donde la práctica totalidad de miembros de Izquierda Unida están “colocados”, pese a no haber sido elegidos, están a la orden del día y están tiznando nuestra geografía política como una mancha de aceite pestilente. El amiguismo y los “asesores” externos lacran a un cuerpo, el de funcionarios de carrera y oposición, injustamente vilipendiado. Los funcionarios —los de verdad, de oposición, que no de dedo- no tienen la culpa del sobredimensionamiento de la administración, ni tampoco del exceso de enchufados y apaños varios. Los beneficiarios de los ERE irregulares en la Junta de Andalucía, los “clientes” de Baltar en Galicia, o los “contratados” en Cataluña, cuyo único mérito es conocer a alguien de Ciu o Esquerra, son el verdadero problema.

Para todos los demócratas españoles —que constituyen la abrumadora mayoría del país- resulta sonrojante reconocer que, salvedad hecha de los exámenes y oposiciones “patrióticas”, de camisa azul y pistola al cinto, de los años cuarenta, la función pública española, desde los años cincuenta en adelante, era considerablemente más sólida e independiente que la actual. Vergonzoso. Y todo eso tiene que acabar. De hecho, había acabado —o eso creíamos- desde el Estatuto de Función Pública de Maura, en…1918! Hemos retrocedido, pues, a tiempos de Romero Robledo: más de cien años. Es intolerable, pero es que, además, es insoportable. Quiere decirse que la inmensa mayoría de la ciudadanía —poco importa el partido que vote- no está dispuesta a soportarlo por mucho más tiempo. O los partidos políticos acaban con estas prácticas clientelares, o la ciudadanía terminará con ellos y —lo que es infinitamente peor- con la democracia parlamentaria tal y como hoy la conocemos.